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Templo del arte y la vanguardia

Templo del arte y la vanguardia


Por Eduardo Parise
19/09/11 Clarin


Con algo de imaginación, el sitio puede compararse con una matrioska, esas muñecas rusas que son huecas y adentro guardan sucesivamente un número variable y siempre impar de otras muñecas. Es que, a medida que uno lo recorre, en el edificio surgen nuevas puertas por las que se accede a otro lugar, y a otro, y a otro más en una sucesión que parece interminable. Se llama La Botica del Angel, un nombre que es un verdadero acierto. Porque, si bien –de acuerdo con el diccionario– una botica es una “farmacia, laboratorio y despacho de medicamentos”, otra definición también la presenta como “vivienda o aposento surtido del ajuar preciso para habitarlo”.


Quien creó y habitó ese lugar se llamaba Eduardo Bergara Leumann (1932-2008), un vestuarista, escenógrafo, artista plástico, actor, conductor y productor de tevé. Y ese diseño ecléctico, de neto estilo bergaraleumannensis, es el que se mantiene en el edificio de Luis Sáenz Peña 541, en Monserrat, un espacio convertido en mágico museo.


Presentado como collage de un Buenos Aires especial, en los 34 ambientes hay obras de figuras como Antonio Berni (impacta la imagen de 3 por 2 metros que pintó de Bergara), Marta Minujín, Raúl Soldi, Guillermo Roux, Juan Carlos Castagnino o Josefina Robirosa. Pero no hay que esperar lo tradicional de una galería de arte o de un museo convencional porque todo está distribuido en un creativo “casual style”, el mismo que tuvieron artistas como Susana Rinaldi, Marikena Monti, Nacha Guevara o Leonardo Favio, cuando comenzaban a destacarse cantando.


Es que en ese laberinto de 1.500 metros cuadrados cubiertos que es La Botica, hasta los nombres de los espacios tienen originalidad. Así, están el baño de Shakespeare y el del Humor; el Prostíbulo; el Circo Criollo; el Café con Suerte; el Camarín de Eva Duarte; el Pabellón de las Rosas; el Pasillo de Filetes y Piropos; el lugar de la Zita con Troilo y Piazzolla (un juego con el nombre de la esposa de Pichuco y la obra de Astor); la Cocina de Doña Petrona y ese sitio especial que sirve como homenaje a Francisco Canaro, titulado “Todo se olvida con el champagne”.


Por supuesto que en cada rincón están las frases que dejó Bergara Leumann (“Sólo muere lo que no se recuerda” o “Uno sólo se lleva lo que le deja a los demás”) y las que aportó el creativo Federico Manuel Peralta Ramos (“La Argentina no es un país, es un error”; o “El artista es un detector de lo inadvertido”); también recuerdos que sorprenden, como manuscritos de Jorge Luis Borges, Manuel Mujica Láinez o Ernesto Sabato; un cheque por 600 pesos firmado por Carlos Gardel y hasta una Caperucita Roja de terracota hecha en 1880. Es que La Botica es uno de esos sitios donde el visitante se alegra por lo que ve, pero además lamenta tener nada más que dos ojos.


Declarado Patrimonio Cultural de la Ciudad, el Museo de Arte Botica del Angel da testimonio de la historia de vida de los argentinos y de aquella vanguardia artística y cultural de décadas no tan lejanas. La misma que cultivaron y desarrollaron lugares como el recordado Instituto Di Tella y la Galería del Este, símbolos en los alrededores de Florida y Santa Fe. Pero esa es otra historia.

Ecuador

Ecuador: Tres países en uno



Lobos marinos, una de las muchas especies que se pueden ver de cerca en las islas Galápagos.


De la Amazonía a las Galápagos, pasando por Quito y la mitad del mundo, un recorrido por tres zonas tan cercanas como diferentes. El patrimonio colonial de la capital, la biodiversidad de la selva y la increíble fauna de las islas.

Por Pablo Bizón ESPECIAL PARA CLARIN
10/09/11 -Clarin Viajes


En nuestro país podemos desayunar en la costa, almorzar en la montaña y cenar en la selva. Pescado fresco por la mañana, venado al mediodía y mono a la noche”. La frase del guía Luis Fernando Aldaz, medio en serio, medio en broma, es perfecta para definir una de las características centrales de Ecuador: su gran diversidad geográfica concentrada en un pequeño territorio, lo que permite cambios repentinos de ambiente y de clima, transformando un recorrido por el país en algo así como varios viajes diferentes.


“Tres países en uno”, lo presentan algunas guías, mientras otras hacen hincapié en que se trata del país con la mayor biodiversidad por m2 del mundo. Con 256 mil km2 de superficie (poco más que la provincia de Santa Cruz), Ecuador ofrece costas con tentadoras playas, islas, una parte de la selva amazónica y una columna central cordillerana, con picos que superan los 6.300 metros sobre el nivel del mar y nieves eternas. Aquí, apenas una muestra de esta diversidad.



La mitad del mundo


“El primer día en Quito hay que comer poquito, caminar chiquito y dormir solito”. Otra frase sic de nuestro guía, que nos previene sobre los posibles efectos de la altura si se intenta hacer mucho de pronto. Quito está a 2.850 metros sobre el nivel del mar, y si se sube al teleférico que trepa el cerro Pichincha en busca de vistas panorámicas, en pocos minutos se llegará a los 4.200 metros. Y el objeto más deseado del mundo será un buen té de coca que nos ayude a volver a poner los pies en la tierra.


Pero también desde el cerro El Panecillo, con la enorme estatua de la Virgen, se logra una perfecta panorámica de la ciudad ondulando entre laderas y de su centro histórico –declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco– y su impresionante cifra de 43 iglesias católicas en un radio de 8 cuadras en torno de la Plaza de la Independencia. “Las sendas peatonales en Ecuador significan ‘corre por tu vida’”, bromea otra vez el guía mientras caminamos por las calles coloniales rumbo a la más famosa de todas estas iglesias: la de La Compañía, obra maestra del Barroco y del arte colonial quiteño. No son pocos los que sostienen que es la iglesia más hermosa de América Latina, con su impactante interior labrado y recubierto en láminas de oro. Y las pinturas de la entrada –de autor anónimo pero me recuerdan a El Bosco–, que representan un Cielo y un Infierno muy previsibles: al primero van los blancos; al segundo, los indígenas.


Camino a la enorme explanada de la Plaza San Francisco paramos en “Los jugos de la Sucre”, porque en Ecuador es obligatorio saborear al menos un jugo de sus increíbles frutas. Un jugo de naranjilla por aquí, un licuado de maracuyá por allá, y Luis Fernando que nos sigue contando, por ejemplo, que en lengua tsafiqui, de la etnia tsáchila, Quito significa “centro del mundo”, y que es justo allí adonde nos dirigiremos en un instante.



Unos 14 km al norte de este centro está la famosa mitad del mundo y su enorme monumento, con una historia al menos curiosa, digna de un buen blooper: los primeros en determinar la “latitud 0” del planeta aquí fueron los franceses, en el siglo XVIII. Allí se colocó un hito, más tarde un monumento y luego otro más grande, coronado por una bola de cinco toneladas, y hasta se construyó una ciudad. Pero en 1979 llegó el primer GPS, y... ¡ops! la verdadera “latitud 0” no estaba exactamente allí, sino unos 250 metros más al norte. En este nuevo sitio se armó el museo privado Inti Ñan, que explica algo de la cultura ecuatoriana y demarca en el piso la verdadera línea del Ecuador. Y aunque el monumento original está muy cerca y sigue siendo súper visitado, aquí hay que tomarse ahora una segunda foto de las clásicas, con un pie en el norte y otro en el sur, y comprobar la veracidad del “efecto Coriolis”: la guía Natalia llena una pileta con agua justo sobre la línea ecuatorial y, al quitar el tapón, el agua cae recta. Pero mueve la pileta dos metros al sur, quita el tapón, y el agua cae girando en sentido de las agujas del reloj; en cambio, dos metros al norte, gira en sentido contrario. “Aunque usted no lo crea”, diría Ripley.


El llamado de la selva


Son apenas 30 minutos de vuelo de Quito a Coca, pero el cambio es rotundo: de las alturas de los Andes a la selva amazónica; de 14 o 15 grados a unos impactantes 31, con una humedad pegajosa. “Así es la AmazoníaSDRq, se ríe nuestro guía, Milton, al vernos transpirar apenas bajamos del avión. Estamos en la zona de mayor biodiversidad del planeta, de la que Ecuador posee sólo el 2%. Puede parecer poco, pero es más que suficiente para experimentar la vida en la selva y compartir unos días entre monos, loros, lianas y pirañas.


Nuestro hogar por tres días será el Manatee Amazon Explorer, el único barco turístico que –con su “look Mississipi” mediante– recorre la zona, navegando por el ancho río Napo. Desde este muy confortable hotel flotante se organizan excursiones por la selva, ríos y lagunas, y visitas a comunidades indígenas. Cuesta dejar el camarote y su aire acondicionado, pero la primera salida es nocturna, y linternas en mano, vamos siguiendo por un sendero a Milton, que de inmediato demuestra conocimientos de los que, sin dudas, nosotros carecemos: por los sonidos, o apenas de reojo, va detectando... aquí, una araña cangrejo tejiendo su tela; allí, un falso escorpión; más allá, un par de saltamontes gigantes. Pero las estrellas de la noche son una pequeña culebra que Milton sostiene para las fotos, y una tarántula que nos observa, como asustada por los flashes, a la entrada de su cueva. Antes de regresar, un par de minutos en silencio, para escuchar la selva y sus impresionantes sonidos. Y de regalo, una estrella fugaz que parece marcarnos el camino al Manatee, como a la tierra prometida.


Hay que madrugar bastante al día siguiente, pero vale la pena, porque es la mejor hora para ver animales. Pero también para disfrutar de los desayunos del barco, con frutas deliciosas como taxos o tomates de árbol. Ya en camino, tucanes, oropéndolas con sus increíbles cantos, algún que otro papagayo, se cruzan mientras navegamos el río Pañayacu rumbo a la primera escala: la laguna Pañacocha, o de las pirañas. “¿Pero hay pirañas?”, es la pregunta obligada. “Sí, claro –responde con toda tranquilidad Milton–; pero no se preocupen porque no son como en las películas, no atacan”. El calor termina de convencernos: a cerrar los ojos y ¡al agua! Después, un buen almuerzo y otra caminata para reconocer más de la interminable flora amazónica.



Queda para el siguiente día la visita a la comunidad quichua Añanagu, donde nos enseñan un baile típico, las trampas de caza de sus antepasados y el ritual sanador del chamán. Pero antes pasamos por el saladero de loros, donde cientos de estas aves, de distintas especies, llegan a captar sales que necesitan para su digestión, embriagando el aire de colores. El ojo experto de Milton detecta, en la cima de un árbol, una enorme boa que, dice, está haciendo la digestión. Cerca, dos monos aulladores toman el sol de la mañana.


En el zoológico de Darwin


Vuelta a Quito, y otras casi dos horas de vuelo para comenzar a ver unas manchas en el mar tan azul. Ese paisaje bello y desolado que se ve desde el aire, sin embargo, no permite adivinar lo que nos espera allí abajo. Porque en breve comprobaremos que poner un pie en las islas Galápagos es un increíble viaje al pasado.


En pocos minutos llegamos del aeropuerto de Baltra a la finca Primicias, en la parte alta de la isla Santa Cruz, y nos hipnotizan decenas de impresionantes tortugas gigantes, uno de los reptiles más antiguos del mundo y también uno de los más raros. “Sabemos que viven muchos años pero no exactamente cuántos, porque las mediciones de edad recién comenzaron a mediados del siglo pasado”, nos cuenta el guía, Jaime Navas, mientras seguimos, hipnotizados, el paso lento de un tortugón que, calculamos, mide al menos un metro y medio. “Y llegan a pesar hasta 250 kilos”, apunta Jaime.


En Galápagos supo haber 14 variedades de estas súper tortugas, pero en los siglos XVIII y XIX fueron diezmadas por los balleneros, por su carne y su aceite. La población cayó de más de 250.000 en el siglo XVI a unas 3.000 en la década del 70. Hoy, conservación mediante, quedan 11 especies en las distintas islas que, se estima, suman unos 15.000 ejemplares.


Es una excelente bienvenida a las Galápagos, un archipiélago de origen volcánico ubicado a mil km del continente, que tiene 13 islas principales, 6 más pequeñas y otros 42 islotes, todo declarado Patrimonio Natural de la Humanidad, y luego Reserva de la Biosfera. Hoy, el 97% del archipiélago está comprendido en el Parque Nacional Galápagos.


Las islas son una provincia de Ecuador, con capital en Puerto Baquerizo Moreno, en la isla San Cristóbal. Pero vamos ahora hacia Puerto Ayora, en la isla Santa Cruz. Y sorprende cómo súbitamente cambia la vegetación según la altura –subimos de 0 a 600 m en pocos km– y la humedad. Ayora es la principal ciudad del archipiélago, con unos 12.000 habitantes y repleta de restaurantes y tiendas de souvenires. Aquí, la Fundación Charles Darwin trabaja en proyectos de conservación de fauna y cría tortugas en cautiverio, que luego libera en distintas islas, según la especie.



La referencia al naturalista inglés no es caprichosa, ya que las Galápagos son conocidas como “el zoológico de Darwin”, quien recorrió las “islas encantadas” en 1835, y estudió sus especies. Mientras pasamos por el puerto en el que decenas de pelícanos esperan por las barcazas de pescadores, por todos lados vuelan los famosos “pinzones de Darwin”, unas pequeñas aves cuya adaptación al ambiente resultó fundamental, se dice, para que Darwin elaborara su teoría de la evolución de las especies.


En las islas hay 70 sitios de visita terrestres y 75 marinos, que representan sólo el 1% de la superficie. En el resto del territorio el ingreso está prohibido, incluso para los locales. Pero si hay un lugar en el mundo para disfrutar de los animales, es este: esos sitios de visita permiten un contacto muy cercano con ejemplares asombrosos, muchos de ellos endémicos; es decir, que sólo se encuentran aquí. Como las iguanas marinas, que se cruzan a nuestros pies en la playa Tortuga Bay y, al llegar la tarde, se juntan en grupos para pasar la noche. “Se estima que estas iguanas tienen unos 10 millones de años de evolución, y son las únicas en el mundo que se adaptaron a la vida en el agua”, cuenta Jaime. Es que cuando llegaron a las islas –las más antiguas que se ven hoy se formaron hace unos 5 millones de años–, no había más que lava volcánica, y entonces salieron al mar en busca de alimento.


Nos queda poco tiempo, suficiente para tomar una lancha hasta la isla Seymour Norte y ver a los simpatiquísimos piqueros de patas azules y a las fragatas de pecho rojo, y para detenernos en la arena fina de Mosquera, con su colonia de lobos marinos. El broche de oro es el snorkel en la playa Bachas, que nos regala la compañía de una tortuga marina gigante, tan cerca y tan pancha. Y una bandada de cientos de piqueros que de pronto oscurecen el cielo y se zambullen lanzándose en picada, a pocos metros de nuestros incrédulos ojos. Sin dudas, la más digna despedida de estas islas encantadas.

La Rioja

A un paso de la capital. El dique se despliega entre las montañas de la Quebrada de Los Sauces, al costado del camino hacia la Costa Riojana.


Por Cristian Sirouyan
18/09/11Clarin Viajes

Un mojón clave se interpone en el camino de 15 kilómetros desde la ciudad de La Rioja hacia el dique Los Sauces . El monumento esculpido en granito por Mario Aciar señala el sitio exacto donde San Francisco Solano logró apaciguar un levantamiento de los originarios pobladores diaguitas a fines del siglo XVI y proponer un pacífico tinkunaco (“encuentro”) entre las culturas huarpe y española.


Cinco siglos después, el espíritu de esa audaz iniciativa revive en la tradicional actitud fraternal que los riojanos dispensan a sus huéspedes. Se hace más visible 7 km al oeste del sitio histórico, sobre los márgenes del embalse. Los turistas que se encaminan en dirección a los pueblos del norte (alineados sobre la “costa” de la serranía de Velazco) se deslumbran una vez que la Quebrada de Los Sauces incorpora a sus pliegues áridos la imagen verdosa del río embalsado. Desensillan de los vehículos para dejarse acariciar por el viento, que lleva horas barriendo sin respiro el agua.


Sopla y sopla, mientras el sol resalta los tonos rojizos y amarronados de los cerros, el marco inmóvil de una danza colectiva que se desarrolla en distintos escenarios: en el angosto valle se menean algarrobos, olivos, tucas, talas y moras. Sobre la superficie del agua bailotean los colores fosforescentes de un windsurfista y el bote de un solitario pescador deportivo. El espectáculo continúa más arriba, en el balanceo de un cóndor por sobre la cima del cerro de la Cruz, hasta que empieza a imitar los vuelos de un parapente y un aladelta, desprendidos de una plataforma.


La presencia del viento sólo es maldecida por dos jóvenes alemanes, que se ilusionan con cruzar el lago en tirolesa apenas sacudidos por una brisa suave. Esperan media hora y deciden rendirse a los dictados de la naturaleza. Pero aquí no caben los estados alterados. Un rato después, a Frank y Bárbara se los descubre sonrientes, animando una versión del tinkunaco con tres baqueanos, que cabalgaron hasta este oasis para arrancar plantas de berro y hierbas medicinales a la ladera.


La frustración inicial de los turistas se despeja definitivamente cuando un guía los invita a sumarse a un contingente, que se apresta a trepar los cerros para llegar hasta un centenario pucará. El grupo avanza a paso firme, aunque el ritmo sostenido del trekking dura lo que el vuelo de un jote reacio a los forasteros. La vista de todos se clava en la formación natural “Pollera de la gitana” y estalla una larga secuencia de fotos. Esta vez, la fortuna acompaña a los más rezagados, que logran captar la irrupción de dos reinas moras sobre esa llamativa porción de la montaña, tallada por el agua y los vientos. Una delicada atención con que la naturaleza honra, cuando le place, a aquellos que saben valorar este magnífico encuentro que fusiona a los hombres con su entorno natural.

Isla del Sol - Bolivia

Bolivia



Los impactantes matices de la Isla del Sol, durante una excursión por el lago Titicaca signada por las emociones fuertes.


18/09/11 Viajes.-
Por Romina Binetti
Licenciada en Psicología, de Tandil, provincia de Bs. As. Viajó en enero de 2006.


Mi corazón se estremeció al subir al bote que nos llevaría desde Copacabana hasta la Isla del Sol, en el lago Titicaca, Bolivia. El sol reflejaba destellos en el agua, que comenzaba a abrirse dando paso a nuestro viaje.


Encallamos en una playa de arena blanca, que se esfuma en el verde pie de una colina que nos dio la bienvenida a la isla. Subimos por una escalera de piedras musgosas construida por los primeros habitantes, cuyos cientos escalones hay que subir para comenzar su exploración. La vista desde la cumbre es majestuosa: la isla brota como un escenario del Titicaca, el lago más alto del mundo, mágico e imponente.


Pernoctamos en un hospedaje y al día siguiente iniciamos la marcha por el camino que atraviesa la isla de sur a norte, una caminata de tres horas bajo una lluvia repentina pero suave, que de ninguna manera resultó un escollo sino que volvió aún más mágico el paisaje. La vista es una panorámica increíble, desde donde pueden verse las luces de la costa peruana, la frontera con Chile y, más al norte, la Cordillera de los Andes nevada bajo nubes algodonadas. Verde, azul, marrón y cielo negro de tormenta pegado al sol, que se reflejaba en la nieve andina y en el turquesa del inmenso lago, que se parece a un océano. Me duelen los ojos ante tanta majestuosidad, se me abren los pulmones y la imaginación.


La llovizna es intermitente, pero unas nubes nos acompañan desde muy cerca. Cambian de forma, iluminando y sombreando el cielo como una acuarela. Nos encontramos con una mesa con varios asientos construidos en piedra, donde se celebraban las asambleas de los jefes del pueblo Tiwanacu. También aparecen antiguas viviendas, que sólo conservan sus estructuras. Descansamos en la costa norte del lago, mientras contemplamos el horizonte infinito. Comemos frutas y emprendemos el regreso durante un atardecer inolvidable. Llegamos cansados, mojados por la lluvia, pero emocionados por tanta belleza, tras haber comprendido por qué a la Isla del Sol la llamaban Isla de Dios.

el 23

Curiosidad astronómica
La primavera empieza... el 23

El viernes, a las 6.05, ocurrirá el equinoccio que marca el cambio de estación


Pasado mañana, los estudiantes celebrarán su día y en muchos lugares se repartirán flores en señal del comienzo de una nueva estación. Pero la primavera, dicen los expertos, no arrancará formalmente hasta el viernes.



Será el 23, cuando a las 6.05 hora argentina (9.05 GMT) se producirá el equinoccio de septiembre, fenómeno astronómico que marca el principio de la primavera en el hemisferio sur y del otoño en el Norte.


El año pasado el cambio de estación también ocurrió en esa fecha, pero a las 0.09 hora local. El año próximo, en tanto, la primavera llegará un poquito más temprano: aunque tampoco será el 21 de septiembre, sino el 22, a las 11.49.


Según los especialistas, el comienzo de la primavera, en rigor, nunca se registrará el día establecido por convención, pues es astronómicamente imposible.


Las estaciones no comienzan en fechas fijas ni duran lo mismo, debido, por un lado, a la inclinación del eje terrestre y a que no hay un ajuste perfecto entre el calendario y el camino del Sol. En el hemisferio norte la primavera dura 92 días y 9 horas, mientras que en el Sur apenas alcanza a los 89 días y 7 horas.


Todo empezó en un error

Aparentemente, la elección del 21 de septiembre como Día de la Primavera se debió a que los inmigrantes, que venían de festejarla en Europa los 21 de marzo, no repararon en ese dato científico y, al llegar a la Argentina, cometieron el error conceptual de fijar el 21 de septiembre.


Para saber cuándo empieza la primavera o el otoño hay que ver, en realidad, cuándo se producen los equinoccios: en el Norte, el de marzo cae siempre entre el 20 y el 21 de ese mes; en cambio, en el Sur, el de septiembre ocurre entre el 22 y el 23. Un equinoccio sucede cuando la eclíptica o camino aparente del Sol, traspasa uno de los dos puntos del Ecuador celeste: cero grado de Aries, en marzo, y cero grado de Libra, en septiembre.


Por otra parte, según recordó la agencia Télam, la fecha de celebración del Día del Estudiante se decidió en 1902, en recuerdo de la repatriación, desde Paraguay, de los restos de Domingo Faustino Sarmiento, el gran precursor de la educación, que llegaron al puerto de Buenos Aires el 21 de septiembre de 1888.