A un paso de la capital. El dique se despliega entre las montañas de la Quebrada de Los Sauces, al costado del camino hacia la Costa Riojana.
Por Cristian Sirouyan
18/09/11Clarin Viajes
Un mojón clave se interpone en el camino de 15 kilómetros desde la ciudad de La Rioja hacia el dique Los Sauces . El monumento esculpido en granito por Mario Aciar señala el sitio exacto donde San Francisco Solano logró apaciguar un levantamiento de los originarios pobladores diaguitas a fines del siglo XVI y proponer un pacífico tinkunaco (“encuentro”) entre las culturas huarpe y española.
Cinco siglos después, el espíritu de esa audaz iniciativa revive en la tradicional actitud fraternal que los riojanos dispensan a sus huéspedes. Se hace más visible 7 km al oeste del sitio histórico, sobre los márgenes del embalse. Los turistas que se encaminan en dirección a los pueblos del norte (alineados sobre la “costa” de la serranía de Velazco) se deslumbran una vez que la Quebrada de Los Sauces incorpora a sus pliegues áridos la imagen verdosa del río embalsado. Desensillan de los vehículos para dejarse acariciar por el viento, que lleva horas barriendo sin respiro el agua.
Sopla y sopla, mientras el sol resalta los tonos rojizos y amarronados de los cerros, el marco inmóvil de una danza colectiva que se desarrolla en distintos escenarios: en el angosto valle se menean algarrobos, olivos, tucas, talas y moras. Sobre la superficie del agua bailotean los colores fosforescentes de un windsurfista y el bote de un solitario pescador deportivo. El espectáculo continúa más arriba, en el balanceo de un cóndor por sobre la cima del cerro de la Cruz, hasta que empieza a imitar los vuelos de un parapente y un aladelta, desprendidos de una plataforma.
La presencia del viento sólo es maldecida por dos jóvenes alemanes, que se ilusionan con cruzar el lago en tirolesa apenas sacudidos por una brisa suave. Esperan media hora y deciden rendirse a los dictados de la naturaleza. Pero aquí no caben los estados alterados. Un rato después, a Frank y Bárbara se los descubre sonrientes, animando una versión del tinkunaco con tres baqueanos, que cabalgaron hasta este oasis para arrancar plantas de berro y hierbas medicinales a la ladera.
La frustración inicial de los turistas se despeja definitivamente cuando un guía los invita a sumarse a un contingente, que se apresta a trepar los cerros para llegar hasta un centenario pucará. El grupo avanza a paso firme, aunque el ritmo sostenido del trekking dura lo que el vuelo de un jote reacio a los forasteros. La vista de todos se clava en la formación natural “Pollera de la gitana” y estalla una larga secuencia de fotos. Esta vez, la fortuna acompaña a los más rezagados, que logran captar la irrupción de dos reinas moras sobre esa llamativa porción de la montaña, tallada por el agua y los vientos. Una delicada atención con que la naturaleza honra, cuando le place, a aquellos que saben valorar este magnífico encuentro que fusiona a los hombres con su entorno natural.
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